jueves, 2 de enero de 2014

Donde no hay tumbas, no hay resurrecciones.

"Donde no hay tumbas, no hay resurrecciones" escribe Nietzsche en su más grande obra: "Así habló Zaratustra". Encuentro en esa frase un concepto muy acertado, el cual experimenté cientos de veces. Morí -o al menos intenté matarme- cientos de veces, y necesité estar al borde de la locura para convencerme de que no valía la pena morir. Necesité incluso morir en vida para renacer luego y hallar la belleza en cosas que hasta ese momento, había ignorado, cegada por el dolor y el odio. De allí que no se puede renacer sin haberse convertido antes en cenizas, y que no hay resurrecciones donde no hay tumbas -gracias, Nietzsche-. Jamás pude curarme de esto, y no planeo hacerlo, porque se que el precio es enorme y no quiero arriesgarme a pagarlo. Pero sí sé que durante todo este tiempo -muriendo y renaciendo- aprendí lecciones que no hubiese aprendido de otra manera. No me curé, pero de algún modo y otro, entendí como manejar el dolor y usarlo a mi favor -si, eso es posible-. Haber estado enferma y profundamente triste durante casi cuatro años seguidos me enseñó a ser fuerte, a no confiar en nadie y a apreciar las cosas en la vida que merecen ser apreciadas. Aprendí a renacer, y ya se que ninguna muerte me va a hacer desaparecer.
En el pasado creía que era una clase de maldición el haber desarrollado tantos trastornos. Hoy lo agradezco. El haber tenido mi mente dada vuelta me enseñó a ponerla en su lugar.
No le desearía la muerte a nadie, pero a veces necesitamos morir un poco, en vida, para ver la muerte de cerca y convencernos de cuan valiosa es la vida.

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